Ya casi hemos terminado de leer “El Jardín Secreto”, de Frances Hodgson Burnett, editado por Cátedra. No es una adaptación para niños, es una traducción de la novela original, con su acento de yorkshire convertido a un castellano veloz y contraído. No pensé que el mayor fuera a pedirme que siguiera leyéndolo por las noches. De hecho, una noche me propuso tímidamente que leyéramos otro libro. Pero ahí estamos, en el capítulo XXIV.
Al principio me costó arrancar y encontrar el tono. Las novelas para niños de hace un siglo tratan los temas de otra manera, la infancia se ve de otra manera y es de otra manera. Pero el fondo y el ‘recado’ llegan de la misma forma.
Puede que fuera muy pequeño cuando leímos “La historia interminable” o “El Mago de Oz”. Quizá haya que releerlos. Quizá los lea él solo. Con el primer hijo cometes el error de querer enseñárselo todo enseguida, sin respetar su tiempo de crecimiento y asimilación.
El mayor siempre pareció entender más de lo que quizá entendía porque usó el lenguaje con mucha facilidad muy pronto. Cuando tienes el segundo hijo, que no es como el primero ni es el primero, comprendes que hay cosas que aún no puede entender, o que hay cosas que es mejor hacerlas más adelante para poder disfrutar y aprender completamente.
Aún así, sigues haciendo cosas a destiempo, y suelen ser cosas peores. Cuando ofreces el primer chicle al mayor, el pequeño también acaba mascando a una edad a la que no habrías ofrecido un chicle al primer hijo. Y así, suma y sigue. Y digo peor por un videojuego o alguna serie, por ejemplo.
Por mucha determinación que tengas, la crianza habita en el mundo y tiene vida propia.