¿Para qué invertir tantas horas de nuestra vida, tanto esfuerzo, tanto autosabotaje y autocrítica, en escribir, dibujar, montar una coreografía, componer canciones o pintar cuadros?
Últimamente pienso mucho en ello (aquí y allá). Hacer “algo” artístico, “algo” sin una aplicación concreta o funcional más allá de la contemplación, es difícil y requiere muchas horas de vida. ¿Merece la pena? Buscar la belleza, mostrarse al mundo desde lo creativo, ha sido una pulsión propia de la humanidad pero, ¿por qué?¿para qué?¿qué sentido tiene? Ninguno más allá de eso mismo, buscar la belleza y expresarse. Nace de la emoción y muere en ella.
Vivimos una época “amable” para muchas personas “del espíritu” que vivimos de lo artístico, e incluso se nos considera “personas normales” porque la sociedad ha valorado nuestra obra creativa: ha asignado un valor económico a lo que hacemos, más o menos digno pero totalmente arbitrario (la arbitrariedad del valor es la esencia del capitalismo).
Pero esto no ha sido siempre así, y dejará de serlo en cualquier momento. Lo vemos en la vuelta al mecenazgo aplicado a la globalidad en micro.
De hecho, vivir exclusivamente de lo creativo y mantener una familia sigue siendo imposible, en general.
Hasta hace poco tiempo hemos definido al artista como la persona bohemia y excéntrica, ensimismada y entregada a sus pensamientos claroscuros, inclinada al exceso y a la procrastinación. Una visión romántica que se intenta cambiar. El artista se expone como eficiente operario de la belleza y el ingenio, superproductivo y aseado, sin musas, con horarios disciplinados y hábitos saludables, capaz de crear al mismo nivel inspirado cinco días a la semana a cambio de nómina y días de vacaciones. ¿Por qué? Porque es la única manera de asegurarse la supervivencia, porque de lo contrario volvemos adonde hemos estado siempre: en la precariedad.
El artista ha sido históricamente miserable. Es cierto que siempre ha existido la figura del “genio” arropado por el público o la élite, pero ¿cuántos han muerto en la indigencia? En los museos se exponen obras descubiertas ahora de artistas muertas hace tiempo. Las tasamos y valoramos por precios absurdos y astronómicos, y son propiedad de los de siempre. Es un sinsentido y un despropósito.
Desde pequeña me muevo en la frontera entre lo ortodoxo y lo excéntrico, en esa franja de indecisión, avanzando en un sentido, retrocediendo, volviendo a la franja, dando un paso en el otro sentido, arrepintiéndome, convenciéndome de que el otro lado es mejor y que es para mí. El empleo rutinario, el tedio, el hastío recompensado por la nómina; o lo otro: el dibujo, las letras, el desgaste, la inmersión, la desilusión, la incertidumbre, la inestabilidad. Perdiendo el tiempo.
Es difícil. Sobretodo cuando disfrutas con algo. A mí me gusta la música. Me gusta mucho. Y cuando estoy separada del espíritu y me cuestiono todas estas cosas, la música me lleva de nuevo a la franja y, de ahí , al otro lado. Por eso siempre estoy en modo precario.
Probablemente la música sea el acto creativo de mayor potencia y alcance. Nadie escapa a su efecto. Entras en tensión o lloras viendo una película por la música que está sonando de fondo, te anticipa y te predispone porque te emociona, aunque aún no haya ocurrido nada en escena.
Quizá por eso tanta gente intenta “petarlo” con la música. Pero del mismo modo, la precariedad está ahí instalada. ¿Cuántos músicos viven exclusivamente de su creación musical?¿Cuántos de ellos y ellas no viven de dar clases extraescolares de música, como intérpretes, como músicos de sesión? Son opciones donde muchos músicos pueden sentirse más cómodos que en la exposición pública. Sus vidas son más sencillas y menos extravagantes, pero es seguro que sus ingresos son mucho más insignificantes.
Y no hablo de hacerse rico, hablo de llegar a fin de mes. Nada más. Cada mes.
La gente que necesita escribir, que necesita pintar, o cantar, o bailar, o declamar, que necesita hacer esas cosas no se sabe muy bien por qué, también come y educa a sus hijos, también pone la lavadora y barre el suelo de la cocina.
Entonces, ¿cómo pretender vivir de tres encargos al año de 1.200€ brutos cada uno?