Odio el verano

Donde yo vivo, el verano es la estación más ruidosa del año.

Los aspersores de riego de los jardines comunitarios empiezan a funcionar de madrugada. A partir de las ocho, las máquinas de cortar césped, que queman gasoil, van y vienen con su onda sonora durante horas. Se solapan con las sopladoras de hojas, quemando gasoil, que han sustituido con menos eficiencia a las escobas. También están las desbrozadoras y las sierras de podar, que también queman gasoil, que recortan las hojas de los setos de los jardines comunitarios. Las hojas no pueden estar enteras. Y los setos deben tener formas geométricas inorgánicas. Entonces hay que volver a soplar los recortes. Brum, brum.

A las ocho también empiezan a trabajar los operarios de las obras de reforma de las casas de veraneo que también tienen jardines que cortar, podar y soplar. Se ponen en marcha las radiales y los martillos pneumáticos. Se cortan baldosas y perfiles metálicos. Cada cierto tiempo, un estruendo indica que se descargan cascotes por toboganes acuáticos.

Es el momento de hacer agujeros en la vía pública para arreglar los agujeros que se hicieron el verano anterior.

Cuando la jornada laboral termina, empiezan a ladrar con chulería las motos del verano en sus trayectos domésticos entre chiringuitos.

De noche, veraneantes y adolescentes hablan y ríen a gritos en la calle por encima de su banda sonora, pachum, paaaachum, pachum, paaaachum. Hasta que vuelven a ponerse en marcha los aspersores.

Odio el verano.